:::Le notti bianche:::

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la pregunta recae nuevamente sobre cada uno de nosotros y aun no sabemos como responderla...¿Es justo con nosotros volver a amar?... definitivo y casi, casi, como sentencia el si, pende como la espada de damocles sobre uno. No hay opción ante la desdicha ni ante la fortuna efímera.... solo queda ahora aplicar algo de lecturas.... se me ocurre El arte de Amar...... ¿de Óvido o de fromm? ..... la misma cosa da, engañar o dejase engañar es un juego al que todos nos sometemos alguna vez.... y del que casi siempre obtenemos similares frutos...

entonces.... cual es la alternativa???? .... ya dije, la fortuna efímera.... el si de las niñas.... el ahora o nunca..... la salvación de la carne .... o por la carne....

Un fragmento para pensar, sentir y disfrutar..... de una de las novelas que más me gustan (el sino, digo yo....) y que me seguirán gustando más con cada lectura..... Noches blancas, de Dostoievsky...... de las noches blancas, dejo la mañana.... (heee, esta ya no es tan blanca...... como quien dice, con la luz se descubrirá todo...... siempre igual)

La mañana

Mis noches terminaron con una mañana. El día esta­ba feo. Llovía, y la lluvia golpeaba tristemente en mis cristajes. Mi cuarto estaba oscuro y el patio sombrío. La cabeza me dolía y me daba vueltas. La fiebre se iba adueñando de mi cuerpo.

‑Carta para ti, señorito. El cartero la ha traído por correo interior ‑‑dijo Matryona inclinada sobre mí.

‑¿Una carta? ¿De quien? ‑grité saltando de la silla.

‑No tengo idea, señorito. Mira bien. Puede que esté escrito ahí.

Rompí el sello. Era de ella.

«Perdone, perdóneme ‑me decía Nastenka‑, de rodillas se lo pido, perdóneme. Le he engañado a usted y me he engañado a mí misma. Ha sido un sueño, una ilu­sión... ¡No puede imaginarse cómo le he echado de me­nos hoy! ¡Perdóneme, perdóneme!

»No me culpe, porque en nada he cambiado con res­pecto a usted. Le dije que le amaría y ya le amo, y aún le amo más de la cuenta. ¡Ay, Dios mío! ¡Si fuera posi­ble amarles a ustedes dos a la vez! ¡Ay, si fuera us­ted él! »

«¡Ay, si él fuera usted!» ‑me cruzó por la mente. ¿Recordé tus propias palabras, Nastenka?

«¡Dios sabe lo que yo haría por usted ahora! Sé que está usted apesadumbrado y triste. Le he agraviado, pero ya sabe usted que quien ama no recuerda largo tiempo el agravio. Y usted me ama.

»Le agradezco, sí, le agradezco a usted ese amor. Por­que ha quedado impreso en mi memoria como un dulce sueño, un sueño de esos que uno recuerda largo rato después de despertar; siempre me acordaré del mo­mento en que usted me abrió su corazón tan fraternal­mente, en que tomó en prenda el mío, destrozado, para protegerlo, abrigarlo, curarlo... Si me perdona, mi re­cuerdo de usted llegará a ser un sentimiento de gratitud que nunca se borrará de mi alma... Guardaré ese re­cuerdo, le seré fiel, no le haré traición, no traicionaré mi propio corazón; es demasiado constante. Ayer se volvió al momento hacia aquél a quien ha pertenecido siempre.

»Nos encontraremos, usted vendrá a vernos, no nos abandonará, será siempre mi amigo, mi hermano. Y cuando me vea me dará la mano... ¿verdad? Me la dará usted en señal de que me ha perdonado, ¿verdad? ¿Me querrá usted como antes?

»Quiérame, sí, no me abandone, porque yo le quiero tanto en este momento... porque soy digna de su amor, porque lo mereceré... ¡mi muy querido amigo! La sema­na entrante nos casamos. Ha vuelto enamorado, nunca me olvidó. No se enfade usted porque hablo de él. Qui­siera ir con él a verle a usted; usted le cobrará afecto, ¿verdad?

»Perdónenos, y recuerde y quiera a su

Nastenka.»

Leí varias veces la carta con lágrimas en los ojos. Por fin se me escapó de las manos y me cubrí la cara.

‑¡Mira, mira, señorito! ‑exclamó Matryona.

‑¿Qué pasa, vieja?

‑Que he quitado todas las telarañas del techo. Aho­ra, cásate, invita a mucha gente, antes de que el techo se ensucie otra vez...

Miré a Matryona... Era todavía una vieja joven y vigorosa. Pero no sé por qué, de repente se me figuró apagada de vista, arrugada de piel, encorvada, decré­pita. No sé por qué me pareció de pronto que mi cuarto envejecía al par que Matryona. Las paredes y los suelos perdían su lustre; todo se ajaba; las telarañas agranda­ban su dominio. No sé por qué, cuando miré por la ven­tana, me pareció que la casa de enfrente también se deslustraba y se ajaba, que el estuco de sus columnas se desconchaba, se desprendía, que las cornisas se en­negrecían y agrietaban, y que las paredes se cubrían de manchas de un amarillo oscuro y chillón...

Quizá fuera un rayo de sol que, tras surgir de detrás de una nube preñada de lluvia, volvió a ocultarse de repente y lo oscureció todo a mis ojos. O quizá la pers­pectiva entera de mi futuro se dibujó ante mí tan som­bría, tan melancólica, que me vi como soy efectiva­mente ahora, quince años después, como un hombre en­vejecido, que sigue viviendo en este mismo cuarto, tan solo como antes, con la misma Matryona, que no se ha despabilado nada en todos estos años.

¿Pero suponer que escribo esto para recordar mi agravio, Nastenka? ¿Para empañar tu felicidad clara y serena? ¿Para provocar con mis amargas quejas la an­gustia en tu corazón, para envenenarlo con secretos remordimientos y hacerlo latir con pena en el momento de tu felicidad? ¿Para estrujar una sola de esas tiernas flores con que adornaste tus negros rizos cuando te acercaste con él al altar ... ? ¡Ah, nunca, nunca! ¡Que brille tu cielo, que sea clara y serena tu sonrisa, que Dios te bendiga por el minuto de bienaventuranza y fe­licidad que diste a otro corazón solitario y agradecido!

¡Dios mío! ¡Sólo un momento de bienaventuranza! Pero, ¿acaso eso es poco para toda una vida humana?

FIN

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